jueves, 4 de julio de 2013

ESTADO DE DERECHO Y CONSTITUCIÓN

CONTENIDO:

1      INTRODUCCIÓN

1.1       El Estado de Derecho y los principios constitucionales

1.2       Los desafíos para el Estado de Derecho

1.3       El Estado de Derecho en los sistemas totalitarios y autoritarios

1.4       El Estado de Derecho en las sociedades contemporáneas

1.5       El Estado de Derecho en sociedades pluralistas y complejas

2      EL BUEN GOBIERNO DEMOCRÁTICO

 

1 INTRODUCCIÓN

El marco legal del sistema liberal—democrático de instituciones es la Constitución. Las constituciones se han convertido en la ley suprema de las sociedades modernas. Pero esta supremacía sólo puede ser legítima si expresa los principios fundamentales del estado de derecho.

Como ha señalado Hayek: "seguramente más oportuno considerar las Consti­tuciones como superestructuras levantadas al objeto de garantizar el manteni­miento del Estado de Derecho que, como suele hacerse, atribuirles la categoría de fuente de todas las demás leyes".[1]

Sin embargo, no es necesario rechazar que las constituciones sean fuente de las demás leyes, sino sólo recordar que son, en sí mismas, el elemento de vinculación de la experiencia moral y política de las sociedades con su experiencia de codificación racional de las leyes. En consecuencia, las constituciones no pueden ser vistas como lo ha hecho la tradición jurídi­ca denominada "positivista"[2] como ordenamientos finales que definen por sí mismos los principios de justicia que rigen socialmente.

Por el contrario, las constituciones expresan una serie de valores social­mente compartidos que, aunque han encontrado esa forma de manifes­tarse, existen fundamentalmente como patrimonio moral y político de una comunidad específica.

Uno de los críticos más lúcidos del positivismo jurídico, Ronald Dworkin, ha mostrado cómo los jueces, al interpretar las normas constitucio­nales, tienen que recurrir a principios de justicia, tradiciones y razona­mientos cuyo espacio natural es la moral y la cultura política de una so­ciedad.[3]

De esta forma, las constituciones no originan el Estado de Derecho, sino que son más bien su expresión y plasmación codificada. La legalidad a la que sus principios dan lugar es una legalidad que ha sido aceptada como valor compartido de la ciudadanía y cuyos principios provienen de las luchas, acuerdos y equilibrios resultantes de la interacción de los sujetos políticos. No obstante, una vez que una Constitución ha sido establecida y su aceptación se ha generalizado, sus ordenamientos tienen una obliga­toriedad que no posee ninguna norma moral o práctica política.

1.1 El Estado de Derecho y los principios constitucionales

La doctrina del Estado de Derecho exige que el principio que inspire toda acción estatal consista en la subordinación de todo poder al derecho. Pero esta subordinación sólo es posible gracias al proceso histórico de "constitucionalización" de las normas limitantes del poder político. Por ello, el llamado "constitucionalismo" moderno es inseparable de los fun­damentos ético — políticos del Estado de Derecho.

Los principios constitucionales desempeñan funciones distintas según la perspectiva con que se les contemple. Cuando un Juez imparte justicia recurriendo a las normas vigentes en la sociedad, se dice que actúa sub lege (según leyes pre-establecidas); éste es el aspecto funcional del Estado de Derecho y, por cierto, el que tomado de manera aislada conduce a la ilusión positivista de la plena autonomía de las leyes. Pero cuando un legislador participa en la definición de los principios constitucionales que habrán de valer como normas generales de justicia para la sociedad, se dice que actúa per lege (promulgando leyes)[4]. En el primer sentido, una Constitución se opone a la costumbre y la arbitrariedad como normas colectivas y establece principios generales y abstractos; en el segundo, una Constitución expresa el principio de soberanía ciudadana como fuen­te del derecho en oposición al despotismo.

Históricamente, las constituciones pueden, también, ser legítimas o ilegí­timas, pero la corriente llamada "constitucionalismo" sólo acepta como legítimas aquellas vinculadas a un proceso democrático. En efecto: "... la democracia es el principio legitimador de la Constitución, entendida ésta no sólo como forma política histórica..., sino, sobre todo, como forma jurídica específica, de tal manera que sólo a través de ese principio legitimador la Constitución ad­quiere su singular condición normativa, ya que es la democracia la que presta a la Constitución una determinada cualidad jurídica, en la que validez y legiti­midad resultan enlazadas"[5].

La democracia como método de elección de gobernantes no se limita, entonces, a regular el cambio sistemático y pacífico de quienes ejercen el gobierno representativo, sino que, entre otros resultados, permite la institucionalización jurídica de los principios y valores políticos democráti­cos. Las normas constitucionales derivan por ello su justicia del método que las ha hecho posibles: la decisión o soberanía ciudadana expresada por medio del principio de mayoría. Si se olvida esta conexión fundamen­tal, se olvida también que la democracia es el único recurso que permite la reforma y el perfeccionamiento de las normas jurídicas por una vía pacífica y racional.

No debería, por ello, asombrar que sostengamos que el Derecho es un fenómeno politizado, es decir, que pese a su autonomía y capacidad de transformación interna, es alimentado y reformado por los procesos polí­ticos. Pero, esta relación con la política no reside sólo en su origen, sino también en las consecuencias que genera.

En palabras de Carlos Santiago Niño, el Derecho aparece, así, como un fenómeno politizado, ya que su incidencia en las razones de conducta y en la transformación de materiales jurídicos en proposiciones normativas depende del consenso alcanzado a través del proceso democrático[6].

En efecto, si bien las constituciones son un resultado de debates, luchas y cambios sociales, han podido en nuestra época convertirse también en recursos para plantear demandas políticas y definir las estrategias de los grupos políticos bajo un horizonte democrático.

1.2 Los desafíos para el Estado de Derecho

Uno de los grandes desafíos que tiene el Estado de Derecho, es su vigen­cia en sociedades que no han llegado a la llamada justicia social, es decir no han alcanzado condiciones generalizadas de bienestar e igualdad. En­tonces hoy por hoy si una sociedad cumple con los requisitos mínimos provenientes del liberalismo, debe aceptarse que se trata de una sociedad legal moderna. Dicho de otro modo, el Estado de Derecho es una condi­ción necesaria pero no suficiente para la existencia de una sociedad justa. Aún más, existen sociedades donde algunos principios del Estado de De­recho presentan una dudosa aplicación (estados donde, por ejemplo, la pena de muerte es legal); no obstante podemos decir que existen estados donde efectivamente existe la división de poderes, pero no necesariamen­te podemos afirmar que exista Estado de Derecho (estados en donde el Poder Ejecutivo controla a los demás poderes, por medio de su nombra­miento), es decir, estamos frente a la falta de independencia de los pode­res, ya que los nombramientos de servidores públicos que nacen en algún otro Poder Público crea interdependencia, por tanto obediencia a quien lo nombra, alejándolo del espíritu normativo de la ley. Pero si en ellas prevalecen principios constitucionales, se respetan los principios genera­les que tienen que ver con las decisiones políticas que favorecen a los ciudadanos, el gobierno es controlado tanto por el voto ciudadano como por la existencia de derechos fundamentales inviolables y existe una efectiva división de poderes, podemos decir, que se trata de Estados de Derecho.

Como hemos revisado ampliamente, el concepto de Estado de Derecho nos remite al terreno de la política. Su definición final no se encuentra en el campo de los valores y principios jurídicos (aunque los requiere), sino en la estructura básica de la sociedad, es decir, en el sistema de institu­ciones fundamentales que permiten calificar de democrática a una deter­minada sociedad.

Lo cierto es que existen sociedades democráticas legales donde el repar­to de la riqueza es más limitado que en otras, o donde los criterios para establecer penas podrían ser considerados excesivamente severos; pero no se trata de la distancia que media entre el autoritarismo y la democra­cia, sino una distancia "dentro" del propio modelo de Estado de Derecho. Existen, así, enormes diferencias entre los sistemas sociales de los distin­tos países democráticos, aunque estas diferencias tengan más que ver con las instituciones de justicia distributiva y los servicios sociales que con la legitimidad de la ley. Algunos nos parecen más justos, otros más restric­tivos, pero todos comparten una estructura legal similar que nos permite clasificarlos dentro del mismo terreno.

Por ello, es necesario recalcar que el Estado de Derecho no es equivalen­te a la justicia social, pero, esto es esencial; ningún modelo de justicia social razonable puede ser alcanzado sino a través de los cauces del Es­tado de Derecho. Del mismo modo, la democracia no es equivalente a una distribución equitativa de la riqueza; pero sólo mediante los poderes democráticos es posible distribuir la riqueza social sin graves injusticias ni derramamiento de sangre. En todo caso, el Estado de Derecho propi­cia un amplio espacio para la reforma de las instituciones existentes y para la búsqueda de los proyectos sociales legítimos que se sostienen desde la pluralidad de la vida colectiva.

1.3 El Estado de Derecho en los sistemas totalitarios y autorita­rios

El Estado de Derecho choca con los sistemas totalitarios y autoritarios, es decir, con los sistemas donde no existe control efectivo sobre el go­bierno y los derechos elementales de los ciudadanos no son respetados. Su principio básico es que no toda legalidad es deseable, aunque sea efec­tiva.

La historia ha registrado sistemas legales que no pueden ser considera­dos genuinos Estados de Derecho. La legalidad establecida por el go­bierno nazi (Nationalsozialstischen Rechsstaat), la legalidad del franquismo (las Leyes Fundamentales del Estado) y la legalidad de los países comunis­tas organizados, política y jurídicamente a partir del supuesto de la su­premacía del partido revolucionario, son ejemplos de sistemas legales, todos ellos, con buen funcionamiento y prolongada aplicación, que no podrían calificarse como Estados de Derecho.

De manera, similar, tampoco cumplen los requisitos de un Estado de De­recho aquellos regímenes políticos en los que la legalidad tiene sólo una existencia protocolaria, o, su aplicación adolece de severas deficiencias. Aunque es prácticamente imposible encontrar un país en el que sea abso­luto el divorcio entre el nivel formal de la ley —los textos legales— y las instituciones y prácticas en que ésta se concreta, basta recurrir a la polí­tica comparada para comprobar que la vigencia del Estado de Derecho supone la existencia de un umbral histórico de instituciones, prácticas, costumbres y cultura, políticas por debajo del cual la defensa de una so­ciedad legal moderna es una demanda ciudadana todavía incumplida o un recurso retórico de los gobernantes, o bien ambas cosas, pero en ningún caso una experiencia social efectiva, sistemática y prolongada.

Sin embargo, la existencia formal de la ley no es en sí misma un defecto, si por formalidad entendemos la regularidad, la certidumbre y la razonabilidad de su funcionamiento. Sí lo es cuando estas cualidades de la lega­lidad no se adecuan a las condiciones de su ejercicio práctico, es decir, a las condiciones efectivas de equidad y respeto a los derechos elementales. En este sentido, aunque la arquitectura de la legalidad alcance las cum­bres de la exuberancia en la letra de las constituciones y los códigos, sólo será un castillo de arena si no expresa, regula y promueve relaciones de justicia efectiva.

1.4 El Estado de Derecho en las sociedades contemporáneas

Las sociedades contemporáneas plantean desafíos constantes al Estado de Derecho. Por ejemplo, la presencia de grupos de gran poder político o económico cuya lucha por obtener beneficios podría desestabilizar el sis­tema social en su conjunto. Donde el Estado de Derecho no existe o es muy débil, el poder político se convierte en un botín para estos grupos, pero donde la ley es suficientemente fuerte para controlados, se lograra la conciliación de sus intereses.

Sólo la conciliación de intereses de esas organizaciones puede impedir, bajo condiciones pluralistas, que el Estado se convierta en botín de una magna agrupación social. Si esto sucediera, el Estado de Derecho habría llegado de hecho entre nosotros a su fin. Pero si se alcanza una concilia­ción de intereses justa, es oportuno para todo gran grupo social el soste­nimiento de la "junción de arbitro" neutral del Estado de Derecho[7].

Nada ganamos con una reprobación moral de la existencia de los gran­des grupos de poder. Lo que se requiere hacer, es limitarlos política y jurídicamente a los principios generales de la legalidad existente y, con ello, impedir que el poder económico de un grupo pueda traducirse en poder político y viceversa. De este modo, las prohibiciones del Estado de Derecho sobre el ejercicio de un poder no legítimo fundamentarían la limitación de los grupos de poder a esferas separadas y, por ello, suscep­tibles de mayor control social.

La afirmación moderna del Estado de Derecho ha consistido en la identi­ficación de la estructura estatal con la legalidad (llamado "iuscentrismo estatal")[8]. Pero hay que reconocer que la acción estatal no sólo se des­envuelve en el terreno estricto de la legalidad: existen ámbitos de la ac­ción estatal no regulados todavía por leyes o cuya fluidez y dinamismo rebasan frecuentemente los marcos legales. ¿Qué hacer en estos casos? Recordemos que no toda acción sin codificación legal atenta contra el Estado de Derecho.

Ciertamente, lo deseable es su reducción al mínimo; pero en el caso de que estas acciones se presenten (negociaciones políticas y sociales, deci­siones corporativas, soluciones de coyuntura, decisiones por Decreto que sólo pueden tomarse a partir de información privilegiada, seguridad na­cional, espionaje, etc.), sus marcos generales, ya, que no sus pasos parti­culares, deberán estar contemplados por la ley. En todo casó, ni unos ni otros deberán violentar los principios constitucionales del Estado de De­recho. En estas situaciones excepcionales, la legalidad asegura, al menos, la posibilidad de una justificación legal de las decisiones tomadas y, en su caso, el posible afincamiento de responsabilidades a quienes, al decidir desde el poder, hubieran violado la ley.

En nuestro medio existe la Ley N° 044 de 8 de octubre de 2010 que es­tablece "El juzgamiento de la Presidenta o Presidente y /o de la Vice-presidenta o Vicepresidente, de altas autoridades del Tribunal Supremo de Justicia, Tri­bunal Agroambiental, Consejo de la Magistratura, Tribunal Constitucional Plurinacional y del Ministerio Público", quienes podrán ser juzgados por los delitos de: Traición a la Patria, sometimiento total o parcial de la na­ción al dominio extranjero, violación de los derechos y garantías indivi­duales, uso indebido de influencias, negociaciones incompatibles, resolu­ciones contrarias a la Constitución, anticipación o prolongación de fun­ciones, concusión, exacciones, genocidio, soborno y cohecho, o cualquier delito propio cometido en el ejercicio de sus funciones. Conforme al artí­culo 13 de esta ley, es potestad de cualquier ciudadano denunciar a las primeras autoridades del Organo Ejecutivo por los delitos antes mencio­nados, ante el Fiscal General del Estado, el mismo que en treinta días hábiles deberá formular el requerimiento acusatorio, el rechazo o archivo según sea el caso; de ser procedente una acusación el Fiscal General del Estado requerirá ante el Tribunal Supremo de Justicia el enjuiciamiento, órgano que remitirá a la Asamblea Legislativa Plurinacional, para que se proceda de acuerdo al numeral 7 del artículo 161 del texto constitucio­nal[9] vigente.

1.5 El Estado de Derecho en sociedades pluralistas y complejas

El Estado de Derecho es una estructura más firme que rígida, y funda­mental aunque limitada. En el marco de sociedades pluralistas y comple­jas, como las que caracterizan a nuestra época, la legalidad es sólo uno de los componentes de una sociedad bien ordenada. En estas sociedades pueden convivir una multiplicidad de doctrinas y visiones del mundo, ele sistemas valorativos y normas morales y religiosas, de modelos de justi­cia social y opciones de distribución de la riqueza, de grupos políticos y organizaciones privadas.

Lo único que puede exigirse a esta pluralidad, es, que coincida en su aceptación de ciertas normas legales fundamentales, que las use como mecanismo para su participación en los asuntos públicos y que las con­serve como garantía de que las posiciones propias serán respetadas y legalmente tuteladas. Pero este consenso acerca de la estructura legal no tiene necesariamente que considerarse como un modus vivendi entre las partes que integran la pluralidad, es decir, como un acuerdo inmovilista de no agresión; también es posible —y seguramente más deseable— conce­bido como un campo de diálogo, debate y enfrentamiento racional de los proyectos sociales enfocados a la reforma de las instituciones existentes.

Un Estado neoliberal sería de derecho si proviniese de mecanismos de­mocráticos y ejerciera el poder según las leyes, aunque limitase la distri­bución de la riqueza, lo que no quiere decir, que sea la versión más de­seable y justa del Estado de Derecho. Por ello, dentro del mismo consen­so sobre la necesidad del Estado de Derecho se abre una importante di­vergencia sobre las leyes e instituciones que, respetando la soberanía ciudadana y el gobierno de la ley, podrían desarrollarse en una sociedad determinada.

En este sentido, el Estado de Derecho no copa ni agota el espacio del debate y la competencia política, sino, que les proporciona un horizonte civilizado, seguro y razonable. El Estado de Derecho no concluye las discusiones y los diferendos civilizados entre ciudadanos y grupos políti­cos a propósito de la repartición de la riqueza, los valores de la vida pública, la cultura política o las prioridades de una gestión gubernamen­tal; solamente establece un marco ele certidumbre y una prohibición justa del uso de ciertos actos y disposiciones que deben normar esas discusio­nes. En suma, los adjetivos que se puedan agregar o eliminar al Estado de Derecho ("social", "democrático", "neocorporativo", "neoliberal", "constitu­cional democrático", etc.) dependen de la capacidad de demanda, presión y negociación política de los ciudadanos, los partidos y los grupos de po­der.

A esto debemos añadirle el principio de no regresividad del cual se revis­ten los Derechos Humanos. Que son los que logran marcar o diferenciar según algunos autores los diferentes Estados de Derecho. Los mismos que en función a este principio solo pueden ser agregados dentro de la legislación nacional, pero jamás disminuidos, entonces cuando decimos que los DCP, marcan el nacimiento del Estado de Derecho, y los DCP más los DESC marcan el Estado Social de Derecho, y, así sucesivamente.

2 EL BUEN GOBIERNO DEMOCRÁTICO

El primer rasgo y el más significativo de un buen gobierno reside en el Estado de Derecho. "Si hay algún elemento, más que cualquier otro, que cons­tituye el núcleo interno de la democracia y distingue una sociedad progresista y moderna de una sociedad atrasada y medieval, éste es el Estado de Derecho"[10].

Lo que se quiere decir con esto es que se trata del funcionamiento imparcial del Estado de Derecho, que da dignidad a los débiles y justicia a quienes carecen de poder. Garantiza la separación de poderes y salva­guarda a los ciudadanos de las arbitrariedades del poder absoluto. Prote­ge las libertades individuales y las libertades civiles. Sin la protección del Estado de Derecho, una democracia puede caer rápidamente de la regla de la mayoría a la regla de la masa. Hay suficientes ejemplos, incluso en el mundo actual, que nos advierten de que las sociedades que carecen de un Estado de Derecho eventualmente vivirán bajo el Estado de la jungla, donde el poder tiene la razón y quienes tienen las armas establecen las reglas.

Los que detentan el Poder Ejecutivo tienen una especial responsabilidad en el respeto del Estado de Derecho y las instituciones civiles y liberta­des que le acompañan. Cuando aquellos que están encargados de mante­ner la ley la perturban, perpetran el acto más odioso contra la conducta civilizada en democracia. Esto es verdad no sólo dentro de los países, sino también en un plano internacional, entre países.

Los códigos de conducta se pueden mantener sólo con el ejemplo y el estímulo de quienes han sido investidos de poder y autoridad. Cuando aquellos que detentan este poder y autoridad actúan con arrogancia y con absoluto desprecio del espíritu del Derecho Internacional o contra el sentimiento público, se crea un clima de ausencia generalizada de dere­cho que, a la larga, genera muchos más problemas que los que soluciona.

Por lo tanto, diríamos que es la particular responsabilidad de los princi­pales países y de los organismos internacionales establecer ese ejemplo, no sólo de una conducta que respeta la ley, sino de una conducta apro­piada. Como miembros responsables de la comunidad internacional, ningún país debería pretender imponer normas o estándares para otras, a menos que ellos mismos las respeten escrupulosamente.

El segundo rasgo, de un buen sistema de gobierno es tener una atención especia] por los menos favoreciendos y los más débiles. No hay ninguna sociedad civilizada que no haga un esfuerzo por proteger a sus miembros más débiles, sobre la base misma de los derechos y valores humanos fun­damentales. Entre ellos, se incluyen los derechos civiles y políticos, y el derecho a la vida, la libertad y la seguridad, el derecho a tener propieda­des, a no ser discriminado, al sufragio, el derecho a la libertad de expre­sión y de prensa, la protección contra invasiones arbitrarias de la priva­cidad, la familia o el hogar, etc.

También se ha llegado a reconocer que el espectro de derechos humanos no puede excluir los derechos sociales, económicos y culturales cruciales, sobre todo, el derecho al desarrollo y los derechos de los más débiles y de los grupos desfavorecidos, como las minorías, las mujeres, los niños y los pueblos tribales.

El tercer rasgo, es que un buen sistema de gobierno implica tolerancia, y la amplitud de espíritu que nos permite aceptar y adoptar una diversidad de creencias. Así como la tolerancia y la democracia van de la mano, la tolerancia es esencial para el progreso. Un rasgo curioso pero constante de la historia es el hecho de que los herejes han hecho contribuciones mucho más importantes al progreso de la humanidad que los que se han quedado estancados en el cómodo y estrecho mundo del conformismo. La tendencia a cerrar nuestras mentes a nuevas ideas y a verdades duras de aceptar es un defecto, del que los países en desarrollo deberían guar­darse permanentemente.

En definitiva un buen sistema de gobierno significa confianza en sí mis­mo, no en el sentido de una consigna política, sino en el de generar con­fianza en los propios corazones y mentes de los ciudadanos. La confianza en uno mismo significa, esencialmente, creer en uno mismo sin arrogan­cia ni vanidad y encontrar los medios para que podamos crecer interior­mente sin buscar atajos como la caridad de los otros y el apoyo del Esta­do. Al mismo tiempo, un buen sistema de gobierno significa apertura, mantener una mente abierta a nuevas ideas e influencias y a los vientos del cambio.


[1] A. Hayek Friedrich, "Derecho, legislación y libertad", Editorial Unión, Madrid-España, 1985, Pág. 259.

[2] Las tesis positivistas clásicas están planteadas por juristas como Austin, Kelsen y Hart. Ellos coincidirían en que sólo tienen sentido jurídico (es decir, son principios generales y obligatorios) Las normas explícitas del de¬recho codificado y negarían la dependencia intrínseca del derecho respecto de la moral, la ideología o la política.

[3] Ronald Dworkin. "Los derechos en serio". Editorial Ariel Derecho, Barcelona, 1989.

[4] Bobbio Norberto, "El futuro de la democracia", edición digitalizada. Pág. 124.

[5] Aragón Manuel. "Constitución y democracia". Editorial Tecnos, Madrid—España, 1989, Pág. 27

[6] Santiago Niño, Carlos, "Derecho, moral y política". Una revisión de la teoría general del derecho, Editorial Ariel Derecho, Barcelona—España, 1994, Pág. 188.

[7] Erner Becker, "La libertad que queremos"-, la decisión para la democracia liberal. Fondo Cultura Económica, México, 1990, Pág.164.

[8] García—Pelayo, Manuel, "Las transformaciones del Estado moderno". Editorial Alianza Universidad. Madrid- España, 1987, Pág. 52-56.

[9] Quiroz & Lecoña; "Constitución Política del Estado -Comentada"; 4ta Edición: Editorial Sigla Editores; Pág. 133.

[10] Chaname - Dondero - Pérez - Calmet; "Manual de Derecho Constitucional", Primera Edición; Editorial ADRUS; 2009 Arequipa - Perú; Pág. 178.

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