jueves, 4 de julio de 2013

ESTADO DE DERECHO Y DEMOCRACIA

CONTENIDO:

1      INTRODUCCIÓN

1.1       Los principios del Estado de Derecho

2      LA JUSTIFICACIÓN DE LA LEY

2.1       Los griegos y la ley

2.2       La ley en la Edad Media

2.3       El poder político y sus fundamentos en la modernidad

3      LA DEMOCRACIA Y EL ESTADO DE DERECHO

3.1       La legalidad vs. La legitimidad

3.2       Los retos del Estado de Derecho en una democracia en consolidación

1 INTRODUCCIÓN

El Estado de Derecho es el resultado de la interrelación entre el Poder y el Derecho, y viceversa. De allí que en un Estado cualquiera sea este para que observe el llamado "Estado de Derecho" es menester que consagre una serie de principios fundamentales, o bien también puede decirse que un "Estado de Derecho" se caracteriza por poseer ciertas y determinadas "técnicas jurídicas propias". Pero no basta esto solo. Es necesario que además de consagrar estos principios o poseer esas técnicas jurídicas propias, las aplique en su totalidad y copulativamente; que, además, les de la debida protección jurídica. Así, y solamente así, será posible la exis­tencia del "Estado de Derecho" en un Estado.

Los principios o técnicas jurídicas propias son señalados de diversas ma­neras por los distintos autores, pero en el fondo todos concuerdan en lo fundamental.

1.1 Los principios del Estado de Derecho

Lo que configura un "Estado de Derecho" son los siguientes principios copulativos:

a) Principio de separación de poderes.- Los poderes públicos, de­berán mantener una correlación funcional.

b) Principio de consagración.— La realización no sólo será de las per­sonas, sino también de los grupos y de los partidos políticos.

c) Principio de expresión de voluntad.- El pueblo deberá tomar par­ticipación activa en la integración de sus autoridades políticas por medio del sufragio, sea este convencional o costumbrista.

d) Principio de la constitucionalidad o supremacía.- El ordena­miento jurídico de un Estado es uniforme por tanto existe un bloque constitucional de normas que se encuentran en la cúspide normativa.

e) Principio de la legalidad.- Este se basa en la existencia preeminen­te de la norma jurídica.

f) Principio de control de constitucionalidad.— Corresponde al Tri­bunal Constitucional realizar el control de las normas y los actos públicos de los servidores.

Solo se podrá encarar un verdadero "estado de derecho", cuando se positivise estos principios y además cuando los servidores públicos observen un respeto irrestricto a los mismos.

2 LA JUSTIFICACIÓN DE LA LEY

Toda sociedad, por muy elemental que sea, posee un sistema de normas legales que permite la convivencia ordenada de sus miembros. Además, hemos explicado esto dando por supuesto que los hombres obedecen las normas sin poner objeción. Sin embargo, ahora tenemos que incluir el tema de la obligación de cumplir las leyes, el cual requiere algunas con­sideraciones históricas.

El problema de la obligación está íntimamente vinculado a las respuestas que podamos dar a las preguntas sobre el origen y la supremacía de las leyes y, por lo tanto, a la del derecho de gobernar que éstas definen. En la llamada Antigüedad Clásica —que abarca los apogeos sucesivos de la cultura griega y romana—, la respuesta a la cuestión de la fuente del po­der siempre osciló entre la afirmación de un origen divino de las leyes y la de los acuerdos de los hombres. Platón, en "Las Leyes", y Aristóteles, en "La Política", hablaron de las leyes como principios provenientes del raciocinio humano; pero mientras en el primero este raciocinio descubre y postula formas eternas y perfectas que pueblan un mundo inaccesible a los sentidos y la experiencia cotidiana de los hombres, el segundo lo re­laciona con las distintas formas de gobierno definidas según los distintos tipos de Constitución posibles.[1]

Por su parte, los filósofos llamados "estoicos" propusieron explícitamente que las leyes no tenían otro antecedente que un acuerdo contractual en­tre los hombres que luego las obedecerían; mientras, los llamados "sofis­tas" habían propuesto en su momento que toda verdad política — incluidas, por supuesto, las leyes— surgía de una retórica cuyo objetivo último era conseguir el consentimiento de los ciudadanos. Pese a sus di­ferencias, todos ellos coincidieron en sostener "el dominio de la ley fren­te al ideal despótico"[2], es decir, la supremacía del "gobierno de las leyes" sobre el "gobierno de los hombres".[3]

Finalmente el Barón de Montesquieu en el "Espíritu de las Leyes" dice: "Las leyes, en su significación más extensa, no son más que las relaciones naturales deriva­das de la naturaleza de las cosas; y en este sentido, todos los seres tienen la divinidad tiene sus leyes, el mundo material tiene sus leyes, las inteligencias superiores al hombre tienen sus leyes, los animales tienen sus leyes, el hombre tiene sus leyes"[4].

2.1 Los griegos y la ley

Los griegos concedieron una enorme importancia a la función de la ley en su vida colectiva. En la época de la democracia (siglo V a.C.) ya existía el derecho de libre expresión para participar en la discusión de los asun­tos comunes de la polis — que significa ciudad o comunidad política— No obstante, las leyes de los griegos dividían a los hombres en distintas ca­tegorías. Eran leyes que privilegiaban a los varones libres, por sobre las mujeres y los esclavos. Por ello, los principios democráticos amparados en esas normas eran válidos sólo para un sector minoritario de la pobla­ción.

Finalmente, estas leyes suponían una desigualdad establecida por volun­tad divina o por el orden de la naturaleza, que en modo alguno podría ser alterada. Algo similar sucedió en el Imperio Romano, donde no obstante haberse dado la primera codificación exhaustiva y sistemática de las le­yes bajo la figura del Derecho Romano —base todavía de muchos precep­tos legales de nuestra época—, la idea de distinguir calidades de hombres mantuvo los privilegios de la vida republicana al alcance sólo de una re­ducida cantidad de individuos.

Sin embargo, esas dos tradiciones arrojaron un resultado fundamental para el tema que nos ocupa: el privilegio otorgado al gobierno ejercido según los principios generales de las leyes, por sobre el ejercicio arbitra­rio y discrecional del poder. Por ello, nuestros estudios actuales sobre la ley tienen que partir de que si bien las formas modernas de la ley pueden considerarse más extensas y complejas, la vinculación entre ley y justicia ya había sido bien establecida por griegos y romanos.

2.2 La ley en la Edad Media

Durante la Edad Media —siglos V al XIV— la noción de ley se mantuvo vinculada al ejercicio de la razón -que como hemos visto es una herencia clásica—, tratando con ello de ofrecer principios de justicia para evitar el despotismo y la arbitrariedad del poder. Sin embargo, la discusión deci­siva a propósito de la ley giró en torno a su origen. Según el pensamien­to cristiano escolástico que predominó durante la Edad Media, toda ley, natural o humana, era una expresión de la voluntad de Dios y, de existir en el mundo algún tipo de orden, éste habría de provenir no de los hom­bres, sino de Dios.

La concepción medieval de la ley otorgaba a ésta una racionalidad plena, toda vez que provenía de la voluntad divina. Los reyes de la tierra, según esta visión del mundo, poseían el poder político no por sus esfuerzos o su talento, sino por la gracia divina. El derecho a gobernar, entonces, era un "Derecho Divino", pues la fuente de la legitimidad del poder y de las leyes que éste promulgaba residía en Dios y no en los hombres. La idea de un Derecho Divino para gobernar suponía la existencia de una sociedad cla­ramente estratificada y jerarquizada, con un pensamiento religioso común guiado por la Iglesia. Las leyes, por supuesto, eran racionales y universales, pero siempre en el sentido en que lo es toda expresión de una voluntad divina. En todo caso, la dispersión del poder político que caracterizó a esta época fue compensada por el predominio de los valores religiosos compartidos por el cristianismo.

La fuerza de esta concepción del poder y del derecho a gobernar ha sido una de las más poderosas de la historia. Incluso los movimientos de re­forma protestante, que dieron lugar a partir del siglo XVI, a divisiones definitivas en el mundo cristiano, siguieron manteniendo la teoría del Derecho Divino y la defensa de una sociedad presidida y guiada por la voluntad divina.

La crisis de esta concepción de la ley, como la de muchas otras ideas me­dievales, habría de venir con el Renacimiento —siglo XVI— Basta recor­dar que fue Maquiavelo, en "El príncipe",[5] quien hizo una severa crítica a la idea de que el soberano en cuestiones políticas era Dios. Aunque Ma­quiavelo realmente se interesa poco por el estatuto de las leyes en las relaciones políticas, su descripción de las relaciones de poder como resul­tado de las virtudes —no morales, sino prácticas— y estrategias de los hombres reales preparó el camino para pensar que las leyes derivaban de la voluntad de los hombres y no de la de Dios. Maquiavelo, al laicizar la política -es decir, al excluir de su argumentación los criterios religiosos, - abrió las puertas a la modernidad política.

La modernización de la política tiene, entonces, un rasgo característico: devuelve a los hombres las cuestiones que en la Edad Media aparecían como patrimonio exclusivo de Dios. Pero esta reposición de la dignidad y protagonismo humano abrió en seguida nuevos problemas. En el caso de las leyes, el dilema era el siguiente: si la garantía de justicia de las le­yes se había esfumado con la renuncia a fundamentarlas en la voluntad divina, ¿cómo podrían definirse leyes justas partiendo únicamente de los hombres?.

2.3 El poder político y sus fundamentos en la modernidad

Ciertamente, la pérdida de Dios como criterio de justicia obligaba a bus­car nuevos fundamentos para el poder político y sus leyes. Algunos ele ellos fueron postulados por autores como Hugo Grocio y Thomas Hob- bes. El primero, en su obra "De jure belli ac pacis" (Del Derecho de la Guerra y de la Paz, 1625), tratando de justificar la existencia de ciertos principios que debían regular las relaciones entre naciones, actualizó la noción de derechos naturales (que provenía de la Edad Media) rela­cionándola con la idea de que la soberanía era un atributo de los estados.

Aunque su argumentación atendía sobre todo al tema de las relaciones internacionales, los conceptos que utilizó permitieron el desarrollo de una teoría moderna de los derechos naturales. Este desarrollo habría de adquirir sistematicidad en la obra del filósofo inglés del siglo XVII, Thomas Hobbes, quien puede ser considerado el primer gran pensador político de la época moderna.

Hobbes, intentó fundamentalmente ofrecer una respuesta científica al problema de la obligación política. Si, como hemos dicho, la referencia a la voluntad divina como fuente de la autoridad había venido a menos, surgía entonces el problema de justificar la obediencia de los súbditos al poder de un soberano sin recurrir a principios trascendentales. Para res­ponder a esta cuestión, Hobbes estableció algunos conceptos que serían decisivos en todo el pensamiento político posterior. Su argumentación, que necesariamente aquí presentamos simplificada, parte de la idea de un hipotético "estado de naturaleza", en el que los hombres son iguales en la medida en que tienen un "Derecho Natural" a conservar su vida. Este es­tado de naturaleza es una situación ideal en la que los hombres viven sin leyes y corriendo el riesgo de perder la vida en cualquier momento (se trata, por supuesto, de un cuadro dibujado por la imaginación, pero que nos permite concebir lo que sucedería en una sociedad donde no existiera el orden establecido por un poder político, es decir, una imagen de lo que seríamos los hombres si no viviéramos en sociedad).

No obstante, los hombres poseen el derecho de defender su vida y guiar­la del modo que les parezca más conveniente. Cada hombre se autogobierna, es dueño de sí mismo y no tiene que obedecer a nadie más, lo que quiere decir, que los hombres, en la situación ideal de naturaleza, son libres y soberanos.

El problema aparece cuando, al ejercer cada hombre su libertad —hacer lo que le dicta su voluntad—, entra en conflicto con otros hombres igual­mente libres y soberanos y pone en riesgo su vida. Ya que, según Hob­bes, la vida es el valor fundamental, los hombres deciden celebrar un "contrato" mediante el cual renuncian a todo aquello que puede poner en riesgo la vida y la seguridad de los demás (es decir, renuncian al ejercicio de su derecho natural) y aceptan obedecer a un "soberano", autorizándo­lo a imponer el orden y garantizar la defensa de la vida de cada uno. Éste es el momento de fundación simultánea de la sociedad (pactum societatis) y del gobierno (pactum subjetionis), a partir del cual los hombres están obli­gados a respetar las leyes del soberano que han autorizado.

El argumento de Hobbes, es realmente novedoso, pues con la idea de un "contrato social" permite que nos podamos representar los fundamentos del orden social y, sobre todo, justificar la obediencia a las leyes de un soberano. Según Hobbes, mediante el contrato social los hombres renun­cian a su libertad y soberanía originarias y tienen la obligación de obede­cer las leyes del soberano, no sólo porque éstas son "legítimas" ya que se originan en la voluntad de cada uno de los contratantes, sino porque ga­rantizan la seguridad de su vida. El soberano de Hobbes, que puede ser un hombre, un grupo reducido de hombres o una asamblea, es legítimo porque su fuerza proviene de la voluntad de los contratantes y no de algún tipo de decisión divina. Las leyes que el soberano promulgue serán, por consiguiente, leyes justas en la medida en que serán vistas como extensión de la voluntad de los hombres unidos por el contrato.

No obstante que Hobbes, aporta las ideas fundamentales de que la sobe­ranía reside originalmente en los individuos y que un gobierno sólo es legítimo si proviene de la voluntad de los hombres, su teoría acaba justi­ficando la concentración absoluta del poder en una sola figura -por eso Hobbes es un defensor del llamado "absolutismo"—, pues no considera posible que los súbditos conserven derechos propios después del contra­to social. La idea de que existen derechos naturales que no se pierden con el contrato, no tardaría mucho en aparecer, y sería hacia el final del mismo siglo XVII, cuando el filósofo John Locke, reformularía la teoría del contrato a partir de la noción de libertad individual irrenunciable. Con él aparecería la primera formulación del Estado de Derecho.

3 LA DEMOCRACIA Y EL ESTADO DE DERECHO

De acuerdo a Adam Przeworski citado por Chanamé — Dondero - Pérez — Calment, la democracia es la institucionalización de la incertidumbre sobre los ganadores de las contiendas electorales, aunque con base en un conjunto cierto de reglas claras, universales, transparentes y predecibles[6]. Este concepto presupone un Estado de Derecho que genere certi­dumbre entre los actores políticos y económicos, que cuente con reglas claras de competencia política, pesos y contrapesos entre los poderes de gobierno, que tenga la capacidad de hacer valer los derechos de sus mi­norías y garantizar la protección eficaz de los derechos de propiedad.

La nueva democracia electoral requiere de ciertas características para fortalecerse y consolidarse, y en esa esfera persisten enormes vacíos para garantizar los derechos ciudadanos y de actores económicos. Aunque ya existe un sistema de frenos y contrapesos entre el Órgano Ejecutivo y el Órgano Legislativo, un legislativo que actúa cada vez con mayor auto­nomía, un Órgano Electoral con mayor equidad y transparencia, y una amplia libertad de prensa y de expresión, la democracia boliviana se está construyendo sobre la base de un Estado de Derecho cada vez más débil y precario.

La aplicación del Estado de Derecho requiere de reglas claras, sanciones ejecutables y de una cultura de la legalidad que sustente ese Estado de Derecho. Desafortunadamente, Bolivia carece de una cultura de la lega­lidad, pues la democracia boliviana se ha cimentado sobre una débil cul­tura de la legalidad, fruto de la desconfianza de los ciudadanos hacia sus instituciones, con rastros de autoritarismo todavía vigentes entre la po­blación y de varias condiciones socioeconómicas adversas entre sí.

3.1 La legalidad vs. La legitimidad

El Estado de Derecho implica que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias. Esa obliga­ción a cumplir la ley va más allá de consideraciones políticas, sociales, morales o de otra índole.

El Estado de Derecho es la forma privilegiada en que se expresa la legi­timidad de las sociedades modernas. Según, Max Weber, las sociedades pre modernas se caracterizaban porque el consenso formado alrededor de sus gobernantes, no podría haber sido calificado de racional. El poder tradicional era legitimado por el respeto a las costumbres de un orden establecido o por el carisma del líder en una relación personal con los gobernados. Por el contrario, la legitimidad del Estado moderno reposa exclusivamente en un ejercicio del poder de acuerdo con normas genera­les y abstractas. Esta forma de Estado posee, a diferencia de sus antece­soras, una definición racional y legal. Pero debe recordarse que la legiti­midad es la expresión política de la aceptación ciudadana de las institu­ciones públicas. En este sentido, la legitimidad del Estado de Derecho depende, en última instancia, de la voluntad de los ciudadanos de mante­ner y utilizar sus instituciones legales.

En ocasiones hay una disonancia entre legalidad y legitimidad debido a que la legalidad proviene de la autoridad y de las leyes, mientras que la legitimidad proviene del uso eficaz y justo de esa autoridad, en el marco de las leyes.

En Bolivia, hay una tendencia muy riesgosa para que en aras del discurso de "lo políticamente correcto", se sacrifique la legalidad en aras de la legi­timidad. Esta disyuntiva se convierte en un dilema para las democracias contemporáneas menos desarrolladas con elevados niveles de marginación y pobreza, ya que se enfrentan al cuestionamiento de si ¿es válido sacrificar el Estado de Derecho para generar mejores condiciones de vida en la población? ¿Es sostenible ese esquema a la larga? ¿Hay realmente un intercambio forzoso entre legalidad y justicia?

3.2 Los retos del Estado de Derecho en una democracia en conso­lidación

El principal reto político de una democracia en consolidación para hacer valer el Estado de Derecho es igualar los conceptos de legalidad y legi­timidad, clarificar el concepto de autoridad democrática y legítima y fo­mentar la exigencia ciudadana para hacer cumplir al gobierno.

Igualar los conceptos de legalidad y legitimidad no sólo es una tarea del gobierno, en donde la legitimidad sea consecuencia de la legalidad, sino también la ciudadanía en general debe apoyar el establecimiento de la legalidad como elemento indispensable de sus demandas sociales. En este sentido la ciudadanía tiene que desterrar la idea que sólo unos cuan­tos pueden hacer valer el Estado de Derecho, tiene que confiar en sus instituciones y hacer valer su derecho a exigir cuentas, con base en la legalidad que le otorga el Estado de Derecho y que el régimen democrá­tico supuestamente construye. Así, el reto más grande es acatar el Esta­do de Derecho promoviendo cambios que lo vuelvan más justo y equita­tivo lo que equivale a su legitimación consecuente.


[1] Platón, "Las leyes", Aristóteles, "La política" en Obras completas, Aguilar, Madrid, 1978 y 1977.

[2] Lucas Verdu, Pablo, "Estado liberal de derecho y Estado social de derecho", Acta Salmanticensia, Salamanca, 1955, Pág. 8.

[3] Ésta es una larga discusión que lia marcado toda la historia del derecho y la política. Enunciada con claridad por Aristóteles, fue mantenida durante la Edad Media y fuertemente defendida por Kant en el siglo XVIII. En nues­tra época, ha sido muy bien planteada por el filósofo italiano Norberto Bobbio en "Gobierno de los hombres a gobierno de las leyes", en El futuro de la democracia, Plaza y Janes, Barcelona, 1985.

[4] Barón de Montesquieu; "Espíritu de las Leyes"-, EBISA ediciones; Primera Edición 2010; Pág- 11

[5] Nicolás Maquiavelo, "El príncipe". Editorial Alianza. Madrid—España, 1980.

[6] Chanamé — Dondero — Pérez - Calmet; "Manual Je Derecho Constitucional"-, Primera Edición; Editorial ADRUS; 2009 Arequipa - Perú; Pág 176.

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